37º Latitud Norte: Diario de un confinado
En este domingo en el que media España estamos aislados por las nevadas, esta vez sí haciendo honor al epíteto «del siglo» y todos seguimos más o menos confinados por la pandemia nuestra querida Rosa María Mateos nos trae la historia de un peculiar confinado, así que para olvidarnos un rato de nuestras penurias vamos a conocer a Federico Zacatín de la mano de Rosa María Mateos.

Diario de un confinado
No hay en la ciudad una persona más sociable que Federico Zacatín. Es poner un pie en la calle, y no da el hombre abasto con tanto saludo y conversación. Don Federico regenta con su mujer, la Puri, un puesto de pescado en el mercado de San Agustín, que tiene como reclamo el siguiente slogan:
Aquí compran las mujeres
que cortan el bacalao
Mientras la Puri lleva las riendas del negocio, y te deja los boquerones sin raspa ni tripas, don Federico pulula por el mercado enterándose de la vida de los demás e invitando a café a unos y a otros. Los domingos, el pescadero prepara una paella de marisco que congrega a más de cincuenta personas, entre nietos, hijos, amigos y allegados.
Pero no todo son verbenas en la vida de don Federico, porque el pobre hombre arrastra una mala salud coronaria que le mantiene unido a un marcapasos de litio de la marca Trotón. Su médico de cabecera, y amigo de la infancia, le pone entre las cuerdas ante la llegada de la ola invernal de la pandemia:
—Te vamos a confinar en mi cabaña de la Sierra, a ver si pasa lo peor y llega la vacuna.
El picadero del médico es una barraca de madera bien acondicionada, pero perdida en un pedregal inhóspito donde merodean manadas de zorros y nidos de víboras. Para pillar cobertura hay que subir al cerro más alto y extender el brazo en forma de parabólica. Don Federico está muy ilusionado con la aventura. Por fin tendrá tiempo para leer, retomar la pintura y llevar una vida saludable en plena naturaleza.
La primera semana rebosa de felicidad. Desde bien temprano, sale a caminar para llenar sus pulmones con el aire puro de los tomillares. Después pinta un rato a la acuarela, inspirándose en los solitarios y agrestes paisajes de roca. Prepara la comida con parsimonia, y aborda la tarde con interesantes lecturas al calor de la estufa de leña. Sus mensajes son continuos y alentadores:
—Puri, me estoy reencontrando conmigo mismo.
Durante la segunda semana, tiene los libros subrayados de arriba abajo y se inventa múltiples excusas para no salir de la cabaña. Comienza a pintar bodegones y cuadritos de flores secas. Para el almuerzo, rastrea por la despensa alguna lata de fabada que calentar. En las frías noches añora el generoso cuerpo de la Puri; husmea por la almohada para encontrar el olor a gambas de sus manos y reclama esos ojos acuosos suyos, tan saltones como los de las brótolas. Cada tres días, sube a trompicones el cerro para dar señales de vida:
—Puri, ¿cuántos días me quedan?
En la tercera semana, Federico Zacatín es un alma en pena. Cubre las paredes de la cabaña con insultos y grafitis obscenos. Dormita en el camastro durante todo el día y se alimenta exclusivamente de bocatas de fuagrás. No solo se bebe el surtido de licores que esconde el médico en la alacena, sino que aprende a liar cigarrillos con el tomillo y el orégano silvestre. A la pescadera le llega un mensaje incomprensible.
—Puri, me cagoenrTagsfdahb y los cojOgatraxbkjAS.
El último día de la cuarentena, la Puri y el doctor abren la puerta de la cabaña. El hedor es insoportable. Atisban en la oscuridad el camastro rodeado de basura: latas a medio comer, platos sucios, colillas, botellas, pinceles y libros rotos. Acostado, se encuentra un hombrecillo con los ojos hundidos y la mirada perdida. Don Federico Zacatín levanta la cabeza y pregunta con un hilillo de voz:
—Puri, ¿me he salvado ya?