En este primer domingo de agosto, Rosa María Mateos nos trae otra de sus historias de personajes adorables, esta vez alrededor de una mesa de un restaurante y en una época en la que las mascarillas no eran un complemento imprescindible para salir a la calle. Disfrutemos de la nostalgia de este Beso de carrillera deseando que pronto sea posible volver a vivir esas situaciones.
Beso de carrillera
Fue una comida entre desconocidos, de esas que se improvisan a la salida de un curso veraniego en una ciudad prestada.
—¿Comemos juntos por aquí cerca?
Me acompañaban tres comensales: una pareja de cuarentones, altos y delgados con ropa deportiva, y una señora estupenda que debía rondar los cincuenta; una de esas mujeres guapas de nacimiento, entradita en carnes, con una melena al viento de ondas marinas.
Se llamaba Carmela.
Al decidir el menú, los olímpicos nos advirtieron de su tendencia vegana y macrobiótica, así que optaron por una especie de ensalada que parecía un plato de alpiste para pájaros. Yo me decanté por una carrillera al jerez con patatas fritas, por solidaridad con doña Carmela.
Con el primer plato empezó toda una charla sobre salud y alimentación: las maldades de la carne roja, los conservantes sintéticos, los metales pesados del pescado… Y un largo sinfín de tóxicos que nos echamos al cuerpo a través de la comida. Por un momento visualicé la carrillera como una granada de mano con metralla venenosa, pero me pudo más el hambre y esa querencia por la proteína animal que arrastro desde la niñez.
Los atléticos se crecieron, y nos fueron relatando, uno por uno, los complementos alimenticios que tomaban para suplir las carencias de la dieta: pro-pre-sim-bióticos, oligoelementos, vitaminas, minerales, omega 3, y toda una retahíla de productos para reponer una parafarmacia.
Yo me quedé con el cante de la levadura de cerveza y la quínoa para fortalecer el cabello. Al mirarles a la cabeza, me acordé de esa frase-sentencia tan típica de mi madre: pelillo de rata.
Me vinieron de golpe todos los remordimientos cuando empezaron a hablar del ejercicio físico que practicaban en pareja: running, trekking y hikking. Fue entonces cuando el michelín de la barriga tomó empaque, y me dije: mañana mismo empiezo, porque he de reconocer que -de fitness- no ando muy fina.
Cuando el camarero, al retirar los platos, nos ofreció un chupito de pacharán, la Carmela y yo nos miramos con un gesto de complicidad. Total, hasta el día siguiente no tenía previsto comenzar con la nueva vida biosana. Esta vez, me juré que no compraría otro artilugio de tortura en el Decathlon.
Esperamos la llegada del marido de Carmela mientras hacíamos las despedidas pertinentes. El dúo dinámico anunció que bajaría hasta la playa a nadar un rato.
—Tened cuidado, no se os vaya a cortar la digestión—dijo la Carmela con un toque de ironía.
En eso andábamos cuando llegó un señor muy elegante, que cogió a Carmela por la cintura y le pegó un beso sonoro de película, al estilo Humphrey Bogart. Fue un beso no simulado, sin complejos y de los de verdad.
Calle abajo, camino de la mar, se alejaron los deportistas dando saltitos como un par de jirafas por la sabana. Sentí al mirarles el peso de la culpa y el corchete de la falda a punto de estallar.
Calle arriba, bien agarrada a su Humphrey, se marchó Carmela moviendo alegremente las caderas al compás salsero de su música interior.
Me vino a la cabeza esa frase tan repetida: somos lo que comemos.
Por Rosa María Mateos